sábado, 17 de diciembre de 2011

Idolatría hacia los libros

Es 2009 y estoy cursando Lengua Española III. Subo la escalera y sé que la clase ya empezó. Es tarde. Me atrasó la fotocopiadora. O alguna charla burocrática con la secretaria. No me acuerdo.

Abro la puerta y voy rumbo a la zona del auditorio en la que suelo sentarme, procurando no llamar mucho la atención y, por ende, llamando mucho la atención. <<A ver, Luis, ya que estás parado>>, me dispara la profesora desde su escritorio antes de que pueda siquiera acercarme a mi silla. <<Decinos, ¿qué es esto?>>. Sin dejar de avanzar, miro de reojo la zona del pizarrón y veo a la profesora con un libro en la mano. <<Es Paratexto, de Alvarado>>, le respondo inflando un poco el pecho. <<No, Luis. Olvidate de los datos editoriales y del autor. ¿Qué es esto?>> insiste la mina agitando un poco el librito de tapa violeta y amarilla. 

La pregunta reformulada me toma por sorpresa y tengo que masticarla una milésima de segundo mientras me desplomo en la silla de plástico con la mochila en la falda. <<Es un libro, supongo que la materialización de las ideas de una persona... O sea, las ideas o el discurso de alguien materializado en un soporte físico>>. Abro el cierre mientras escucho las risitas que produce mi respuesta en algunos sectores del aula. <<No, no, eso es muy abstracto. A ver, qué es el libro como objeto, como materia física>>. La miro a los ojos mientras saco el cuaderno y la cartuchera. <<Lucho>>, me dice mi compañera de la izquierda mientras simula hacer una posición de meditación por alguna razón que desconozco, <<bajá al mundo de los mortales; respondé como alguien que vive en el mundo de los mortales, qué es un libro, te preguntan>>. Más risitas. Sonrío más por compromiso y me debato qué implica responder como los mortales: <<Bueno, supongo entonces que es una agrupación de papeles cosidos o pegados y envueltos por cartones o papeles más duros, ¿no? Papeles que han pasado por un proceso de imprenta y que tienen símbolos de tinta impresos por todas partes>>.

No sé si mis respuestas eran lo que la profesora de Española III buscaba, pero el hecho de que alguien pudiera preguntar por un libro sin necesariamente preguntar por su contenido conceptual o literario me dejó pensando. ¿Qué son estos conglomerados de papel, a fin de cuentas? ¿Podemos realmente juzgarlos como fenómenos del mundo físico y no como fenómenos del mundo de las ideas? ¿Se mueven los libros en el plano de lo concreto o de lo abstracto?

Con estas ideas en mente, pasaron los meses y empecé a ver la relación de las personas con sus libros desde otra óptica. Y no sólo las relaciones ajenas, sino cómo me acercaba yo a estas agrupaciones de papel. En mi caso, los tomaba como soportes, como meros mensajeros de una idea, de una historia, de un concepto. Los libros físicos eran una simple invención material inevitable que, si bien muy concretos (podemos tocarlos, patearlos, la gravedad surte efecto sobre ellos, pesan y miden), surgían como una manifestación física de lo que de otra manera quedaba confinado al mundo de las abstracciones o, en el peor de los casos, de la oralidad. Mi relación con el libro material era, en otras palabras, violenta. Me relacionaba con ellos ignorándolos, haciéndoles saber que sólo aceptaba su manifestación física por intereses propios, porque sólo a través de ella llegaba a las voces detrás del papel. Y esto me llevaba a doblarles las puntas de las páginas, subrayarlos y anotarlos con lápices, plumas, marcadores y fibras. Y no sólo aquellos libros que caían bajo el rótulo de académicos (esos pobres bastardos parecen quedar condenados a la destrucción por su propia naturaleza), sino los que venían del mundo de la ficción, del mundo de la poesía, con palabras y oraciones pensadas y simbólicas y rebuscadas.

<<¡Pero estás loco, cómo vas a rayar el Guardián en el Centeno>>, recuerdo que alguien me gritó al verme leer la novela de Salinger con una birome en la mano y ver cómo me dedicaba sin ningún decoro o advertencia a surcar las páginas con tinta negra perpetua. <<Pero los libros no son objetos de devoción, uno tiene que relacionarse con ellos>>, respondía yo. Y es que, entonces, ¿con quién nos relacionamos cuando leemos y nos aterramos de los maltratos físicos al libro? ¿Con los papeles o con las palabras? El terror que produce en algunos el hecho de rayar o subrayar o anotar un libro con tinta parece indicar que la relación -de esas personas con sus libros- es más bien una relación con las páginas y con las tapas. Si una línea de tinta al margen nos permite decirle al libro <<qué copado esto que decís>> o un signo de pregunta encerrado en un círculo nos abre las puertas para interrogar a las palabras o si subrayar oraciones nos permite apuñalar el papel para sacar a flote aquello que sostiene, ¿cómo es posible que vetemos tal diálogo?

Mi relación es con la idea, no con su concretización. Y eso parece darme licencia para abusar de, justamente, esa manifestación concreta. Pero encuentro pronto una contradicción en mí mismo: ¿por qué me produce tanto placer encontrar una edición de tapa dura y papel tipo biblia de los cuentos de Poe? ¿No había dicho que la relación debería ser con las palabras y no con el soporte? Quizás, cuando la relación es claramente con el soporte, es porque estamos buscando una linda decoración para el living y no necesariamente la puerta a una excursión mental.

[La quema de libros, de José Jiménez Aranda]

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