miércoles, 28 de diciembre de 2011

De prejuicios y vías



Estás esperando el tren un día de calor y un amigo de otra parte del mundo que recién llegó a tu país te pregunta: «¿De qué clase de personas debería tener cuidado?, ¿cómo lucen los tipos de los que tenemos que tener miedo?, ¿a quiénes debería evitar?»

Y te preguntás: «¿Puede uno realmente legar un prejuicio?, ¿son transferibles los estereotipos sociales?»

Y te retruca la cabeza: «Dale, sabés lo que tenés que contestar, sabés que tenés que decirle que tenga cuidado con los pibitos de gorrita y ropa adida o naic, que hablan ehhh’tod’así y que escuchan yasabésquémúsica. Decíselo, generale la paranoia, pasale con cuidado el cliché social, te lo esta pidiendo de muy buena manera.»

Y le cuestionás a la cabeza: «¿Qué derecho tenemos de heredar semejante juicio de valor injusto a otra persona para que, a su vez, esta persona lo aplique a aquéllos que más o menos calcen en la descripción que le diste. Y después de todo, ¿quién decretó que una serie de atributos difusos puede corresponderse con una porción tan precisa de terror?»

Y tu amigo insiste mientras se te retuerce el cerebro: «O sea, ¿a quiénes no debería pedirles indicaciones, a quiénes no les puedo preguntar dónde cambiar mi plata extranjera, cómo son, quiénes son, cómo lucen?»

Y lo puteás por dentro porque sí, porque ya entendiste la pregunta, pero no te gusta entenderla porque creés que está completamente podrida desde el vamos, que el mero hecho de que alguien la formule indica que algo está muy, muy cagado.

Y mirás la vía mugrienta del tren y no sabés qué contestarle. La piloteás un poco diciéndole que no es una cuestión de pinta, que es injusto decir que una persona, por su apariencia, es posiblemente un chorro, un punga, un ladrón. Que el mundo encierra tanto odio y temor, justamente, por mirar así a las personas, por agruparlas, por encasillarlas, por tildarlas, por etiquetarlas ajenas a su valor individual.

Y tu amigo asiente con la cabeza y te tira ejemplos del tipo de personas que le dan miedo en su país en un intento de revalidar su pregunta. Y te vuelve a preguntar lo mismo, te vuelve a suplicar por un estereotipo salvador que le de seguridad en sus travesías urbanas.

Y tus principios te dicen que no generalices y el resto de las personas del andén te dicen en murmullos telepáticos que escupas de una vez a quiénes les tenemos miedo realmente, quiénes nos hacen cruzar de calle, a quiénes no les pedimos indicaciones. Te susurran al oído: «Decile a tu amigo, decile quiénes son los chorros de esta historias, los marginados que todos queremos fusilar en la plaza sin saber exactamente de qué pecaron. Dale, dale, dale».

Y es injusto y te secás la transpiración de la frente algo desolado y no entendés del todo. Y la pregunta te dejá incómodo durante días.

lunes, 26 de diciembre de 2011

2011 resumido en cuatro libros

Si tengo que resumir mi 2011 en libros, elijo los cuatro libros que se ven en la foto. Y por qué:

—Drácula, de Stoker

Lo empecé en el departamento, en Buenos Aires, tirado en el sillón del living. Lo terminé en una terminal.

Un libro clásico con el que empecé el año, del que no puedo decir mucho sobre su contenido (salvo el claro paralelismo que se me genera en la cabeza entre los vampiros y una violación sexual) y que terminé de leer en uno de los momentos de más confusión de mi vida, en la terminal de Paso de los libres, cerca de la frontera argento-brasuca, huyendo de algo que no sabía exactamente qué era y que se me manifestaría más adelante, en otro país, lejos de esa terminal traspirada y maloliente. Digo, como un vampiro que entra a la noche por tu ventana y que te sorprende y te desgarra la yugular de un mordisco (¿funciona la metáfora?).

— El pintor de batallas, de Pérez-Reverte

Lo empecé en mi escritorio, con los codos apoyados sobre unos apuntes. Lo terminé a miles de metros del suelo, en un avión.

Regalo de cumpleaños de Padre. Me voló la cabeza de un tiro al plantarme la idea de que la civilización es una mera fachada que puede desmoronarse si se pone a prueba la civilidad y los buenos modales del ser humano. Me despertó un serio interés por la fotografía, alentado posteriormente por Sari.

—Foster, de Keegan

Lo empecé en el colectivo 31 que une Ottawa con Gatineau. Lo terminé en el mismo colectivo un par de días después.

La genialidad de Keegan extendida más allá del formato cuento. La nostalgia rural de este libro y el dejo de añoranza que me generaba por no sé qué carajo me revolvió el alma y me la dejó revuelta unos cuantos días. Y las luces, la escena de las tres luces. Y la traducción al francés y al español del título.

—In the name of identity, de Maalouf

Lo empecé en un colectivo que me llevaba a Campana, en la Panamericana. No lo terminé, me falta la última sección.

Libro que me sorprendió con su llegada por correo desde tierras del Norte y con dedicatoria, que logró acomodarme unos cuantos conceptos demasiado difusos que me andaban orbitando alrededor de la cabeza sin lograr acomodarse del todo. Unos cuantos conceptos, de hecho.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Idolatría hacia los libros

Es 2009 y estoy cursando Lengua Española III. Subo la escalera y sé que la clase ya empezó. Es tarde. Me atrasó la fotocopiadora. O alguna charla burocrática con la secretaria. No me acuerdo.

Abro la puerta y voy rumbo a la zona del auditorio en la que suelo sentarme, procurando no llamar mucho la atención y, por ende, llamando mucho la atención. <<A ver, Luis, ya que estás parado>>, me dispara la profesora desde su escritorio antes de que pueda siquiera acercarme a mi silla. <<Decinos, ¿qué es esto?>>. Sin dejar de avanzar, miro de reojo la zona del pizarrón y veo a la profesora con un libro en la mano. <<Es Paratexto, de Alvarado>>, le respondo inflando un poco el pecho. <<No, Luis. Olvidate de los datos editoriales y del autor. ¿Qué es esto?>> insiste la mina agitando un poco el librito de tapa violeta y amarilla. 

La pregunta reformulada me toma por sorpresa y tengo que masticarla una milésima de segundo mientras me desplomo en la silla de plástico con la mochila en la falda. <<Es un libro, supongo que la materialización de las ideas de una persona... O sea, las ideas o el discurso de alguien materializado en un soporte físico>>. Abro el cierre mientras escucho las risitas que produce mi respuesta en algunos sectores del aula. <<No, no, eso es muy abstracto. A ver, qué es el libro como objeto, como materia física>>. La miro a los ojos mientras saco el cuaderno y la cartuchera. <<Lucho>>, me dice mi compañera de la izquierda mientras simula hacer una posición de meditación por alguna razón que desconozco, <<bajá al mundo de los mortales; respondé como alguien que vive en el mundo de los mortales, qué es un libro, te preguntan>>. Más risitas. Sonrío más por compromiso y me debato qué implica responder como los mortales: <<Bueno, supongo entonces que es una agrupación de papeles cosidos o pegados y envueltos por cartones o papeles más duros, ¿no? Papeles que han pasado por un proceso de imprenta y que tienen símbolos de tinta impresos por todas partes>>.

No sé si mis respuestas eran lo que la profesora de Española III buscaba, pero el hecho de que alguien pudiera preguntar por un libro sin necesariamente preguntar por su contenido conceptual o literario me dejó pensando. ¿Qué son estos conglomerados de papel, a fin de cuentas? ¿Podemos realmente juzgarlos como fenómenos del mundo físico y no como fenómenos del mundo de las ideas? ¿Se mueven los libros en el plano de lo concreto o de lo abstracto?

Con estas ideas en mente, pasaron los meses y empecé a ver la relación de las personas con sus libros desde otra óptica. Y no sólo las relaciones ajenas, sino cómo me acercaba yo a estas agrupaciones de papel. En mi caso, los tomaba como soportes, como meros mensajeros de una idea, de una historia, de un concepto. Los libros físicos eran una simple invención material inevitable que, si bien muy concretos (podemos tocarlos, patearlos, la gravedad surte efecto sobre ellos, pesan y miden), surgían como una manifestación física de lo que de otra manera quedaba confinado al mundo de las abstracciones o, en el peor de los casos, de la oralidad. Mi relación con el libro material era, en otras palabras, violenta. Me relacionaba con ellos ignorándolos, haciéndoles saber que sólo aceptaba su manifestación física por intereses propios, porque sólo a través de ella llegaba a las voces detrás del papel. Y esto me llevaba a doblarles las puntas de las páginas, subrayarlos y anotarlos con lápices, plumas, marcadores y fibras. Y no sólo aquellos libros que caían bajo el rótulo de académicos (esos pobres bastardos parecen quedar condenados a la destrucción por su propia naturaleza), sino los que venían del mundo de la ficción, del mundo de la poesía, con palabras y oraciones pensadas y simbólicas y rebuscadas.

<<¡Pero estás loco, cómo vas a rayar el Guardián en el Centeno>>, recuerdo que alguien me gritó al verme leer la novela de Salinger con una birome en la mano y ver cómo me dedicaba sin ningún decoro o advertencia a surcar las páginas con tinta negra perpetua. <<Pero los libros no son objetos de devoción, uno tiene que relacionarse con ellos>>, respondía yo. Y es que, entonces, ¿con quién nos relacionamos cuando leemos y nos aterramos de los maltratos físicos al libro? ¿Con los papeles o con las palabras? El terror que produce en algunos el hecho de rayar o subrayar o anotar un libro con tinta parece indicar que la relación -de esas personas con sus libros- es más bien una relación con las páginas y con las tapas. Si una línea de tinta al margen nos permite decirle al libro <<qué copado esto que decís>> o un signo de pregunta encerrado en un círculo nos abre las puertas para interrogar a las palabras o si subrayar oraciones nos permite apuñalar el papel para sacar a flote aquello que sostiene, ¿cómo es posible que vetemos tal diálogo?

Mi relación es con la idea, no con su concretización. Y eso parece darme licencia para abusar de, justamente, esa manifestación concreta. Pero encuentro pronto una contradicción en mí mismo: ¿por qué me produce tanto placer encontrar una edición de tapa dura y papel tipo biblia de los cuentos de Poe? ¿No había dicho que la relación debería ser con las palabras y no con el soporte? Quizás, cuando la relación es claramente con el soporte, es porque estamos buscando una linda decoración para el living y no necesariamente la puerta a una excursión mental.

[La quema de libros, de José Jiménez Aranda]