lunes, 6 de diciembre de 2010

La fascinación del balcón

Oscurece.

Se cierne el manto nocturno sobre avenida Juramento y comienzan a brillar las ventanas solitarias en las torres de concreto y de acero y de ladrillo.

Sopla una brisa de septiembre.

Salgo al balcón y la melodía de las danzas nocturnas me envuelve: el volver a casa de los que fluyen en los torrentes apresurados del tránsito de la calle, el clin de las copas y las zzlaz de las puertas corredizas de los cafés de la esquina, el dormir profundo de las estatuas de la plaza que esperan la noche para abandonar sus pedestales.

Se prenden las farolas.

De a una, y a la vez en conjunto, comienzan a brillar las ventanas que ahora forman un tapiz de astros brillantes estampados en el manto nocturno de la urbe que de a poco se queda en silencio. Mis manos descansan en la baranda y cierro los ojos. Y vuelvo a abrirlos. Ante mí, el mundo; ante mí, una galería de vidas que confluyen y que a la vez hacen caso omiso la una de la otra.

Está estrellado.

Piso cinco, el pianista: Clave de fa y clave de sol, y al son del piso de arriba, donde la tragedia familiar del hijo que muere joven desgarra el alma de la mujer que llora y cuyos suspiros son el metrónomo del de abajo, cuyas notas y acordes molestan al de al lado, que estudia el conocimiento milenario de la humanidad y las explicaciones del raciocinio humano y las abstracciones de la lógica en fotocopias surcadas por los colores de las llamas del averno: rojo y amarillo y naranja, como las paredes y los cuadros del piso cuatro del edificio de al lado, que refugian a la familia que cena en silencio y que omite aquello que los aqueja.

El semáforo está ahora en rojo.

Miro con cuidado el desfile de vidas elevadas a cuatro, a cinco, a seis, a veinte pisos del suelo. Todas bajo el mismo manto estrellado y aún así, refugiadas en cuevas suspendidas en el aire, en sus departamentos y en sus salas. Desde enfrente corro las cortinas y levanto las persianas y los veo. Y ellos me ven a mí.

Ahora está nublado.

Y sin embargo, todos unidos al coro de los años y de los siglos. Se comprimen los edificios y todos son uno: el pianista, la madre que no encuentra consuelo, el estudiante atareado y la familia silenciosa. Y el día que se termina y resume lo que cada uno es y lo que somos en conjunto. Y aquel envión que te abraza desde atrás y las delicias del aire que refrescan la cara mientras uno cae. Y las farolas se acercan y los pisos sólo son rutas entre la avenida y las estrellas.

La puerta del balcón queda abierta esa noche.

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Esto es un eco a la Fascinación del Estanque, de V.Woolf

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